Nunca olvidaré aquellas miradas, miradas de desesperación que pedían a gritos ser liberadas de aquel infierno”
Llegamos a Auschwitz-Birkenau (Polonia) el trece de febrero de 1942. Nos transportaron en un tren a más de setecientas personas y en cada vagón íbamos más de sesenta nunca llegamos a ver el sol durante el trayecto, sólo una fina línea de luz que se colaba por las rendijas de aquellas puertas de acero. Fue el viaje más largo de toda mi vida, mis abuelos y padres lloraban sin cesar y me tenían siempre junto a ellos.
A las seis y media de la mañana el tren se paró y comenzaron a abrirse las puertas de los vagones. El hedor a carne quemada invadía aquel lugar que para nosotros era el infierno.
La gente comenzó a correr en todas las direcciones buscando algún lugar por donde escapar pero no lo había. Las mujeres abrazaban fuertemente a sus hijos llorando desconsoladamente, mientras que aquéllas personas armadas (poco después me enteré de que los llamaban SS ó Schutzstaffel) los intentaban separar.
Nos colocaron en cinco filas: hombres, ancianos, mujeres, niños mayores de once años mujeres con hijos más pequeños. Trasladaron a las mujeres con niños a diez metros, delante de un gran muro y las colocaron en una fila horizontal. Tres vigilantes se colocaron delante con unos enormes rifles y apuntaron a sus cabezas. El primer disparo fue dirigido hacia una mujer con el rostro más bello que jamás había visto, aunque estábamos algo lejos podía ver sus enormes ojos negros cubiertos de lágrimas la desesperación mientras sostenía a su bebé en brazos, cayó desplomada al suelo que pronto comenzó a mancharse de la sangre que brotaba de su cabeza, el niño comenzó a llorar y el SS dió otro disparo pero ésta vez al pequeño cuerpo del bebé. Quedamos horrorizados con aquella matanza, se oía un disparo tras otro y la pared de detrás comenzó también a mancharse de sangre.
Diez minutos después, algunos prisioneros cargaron lo cuerpos y se los llevaron. Mientras, a mis abuelos los condujeron con los demás ancianos a las duchas, pero lo que ellos, ni ninguno de nosotros sabía era que iban directamente a morir.
A mí y a los demás niños nos llevaron a una gran habitación donde nos quitaron toda la ropa y todos los objetos que iban depositando en un gran montón. Nos raparon el cabello y nos pusieron un conjunto a rayas muy sucio que supongo que había pertenecido a otras personas que ahora ya no estaban alli.
El lugar en el que vivíamos era horrible, nos habían instalado en un barracón donde había unas cuarenta literas de madera, no había colchones ni mucho menos almohadas. El frío estaba presente en todas ocasiones. Solo nos daban comida una vez cada dos o tres días y nos teníamos que pelear por ella, el agua estaba prohibida, puesto que estaba contaminada así que pronto nuestros cuerpos se fueron debilitando de tal manera que parecíamos simplemente esqueletos andantes. Todos los días salían niños de nuestro barracón, pero nunca volvían. Alguien me dijo una vez que los engañaban y les decían que iban a las duchas a bañarse porque pronto iban a ver a sus familias, pero una vez dentro, les cerraban la puerta y morían asfixiados por un gas que dejaban salir por las duchas. Ahora sé que es verdad y me aterroriza pensar en la muerte tan cruel que tuvieron mis abuelos y las demás víctimas de aquella catástrofe inhumana.
En 1943 conocí a un muchacho llamado Esther con la que compartía algo más que la comida. Soñábamos salir juntos de Auschwitz y continuar en la escuela con nuestros antiguos compañeros, pero en ese lugar los sueños se rompían igual que nuestros corazones. Éramos simples espectros sin moral que vivían esperando algo que nunca llegaría, la libertad.
Una semana después se llevaron a Esther y jamás regresó.
Durante toda mi vida me he hecho la misma pregunta: ¿Por qué yo aun sigo aqui?
No creo que fue suerte porque en aquel lugar no existió jamás la suerte ni el destino, los judios, gitanos, negros, homosexuales, enfermos, etc, sólo fueron insectos que pronto exterminarían.