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lunes, 1 de marzo de 2010

La escalofriante experiencia de un periodista en Chile


El peor terremoto de mi vida me despertó con el llanto de mi esposa y la perra muerta de miedo escondida debajo de las sabanas.

Me levanté como pude, a los tumbos, mientras mi departamento en Santiago aun se remecía y sentí en el suelo algo espeso, como arena. Era el enduido que se había desprendido del techo.

El piso del baño estaba inundado, como si el inodoro hubiera salido disparado a la sala.

Dejé a mi esposa en casa de unos amigos y partí en mi auto a Concepción, una de las ciudades más devastadas por el terremoto, sin saber si habría allí algo en pie porque el sismo la había dejado aislada.

Un viaje de Santiago a Concepción, que usualmente toma unas cinco horas, me llevó 15.Recién pude cargar combustible en la séptima gasolinera en la que intenté.

El panorama ya era desolador en Santiago, con puentes caídos, caminos cortados, incendios, camiones dentro de grietas y otros volcados.

La principal ruta al sur estaba bloqueada, pero me hice amigo de un hombre que también viajaba a Concepción y que conocía caminos alternativos. Nos fuimos en caravana.

Todo era un caos y esto recién empezaba. Tenía que ir manejando despacito y pasar entre grieta y grieta con la precisión de un cirujano. En la desesperación, dos autos chocaron y uno se incendió.

Yo pasé cuando un hombre movía las manos y pedía ayuda, la gente trató de ayudar con los extinguidores de los autos, pero fue en vano. Vimos morir a la gente en el camino.

Conforme avanzaba hacia el sur, las grietas en la carretera eran peores.

En la ruta, un grupo de turistas se sacaba fotos dentro de una grieta y en los pueblitos pequeños las casas de adobe estaban en el suelo y la gente trataba de limpiar lo que quedaba.

En medio de la desolación pensaba en mis hijos en Italia, José Antonio y Juan Francisco, y en la impotencia de no poder hablarles. Quería decirles que el papá estaba bien, pero las redes de telecomunicaciones estaban caídas. Tarde horas en hablar con ellos.

Al llegar a Concepción, ya había gente acampando junto a la ruta y otra que me ofrecía cualquier dinero por llevarlos a algún pueblo cercano a buscar a su familia. Otras personas deambulaban perdidas, como fantasmas, con sus niños pequeños en brazos y en un carrito frazadas o alimentos.

El nivel de destrozos era impresionante. Edificios en el piso, casas destruidas. Un paisaje de desolación.

Sin tener donde dormir, no hubo más alternativa que pasar la noche en mi auto.

En una estación de servicio tuve el acierto de comprar un paquete de manzanas. Es todo lo que tengo para comer. Chicles, manzanas y una botellita de agua. Es mi tesoro mas preciado.

No hay posibilidad de ducharte, no hay posibilidad de lavarte los dientes y tampoco de ir al baño.

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